Llorar le hace bien

 


A Laura desde joven le decían ‘drama queen’. Sus lágrimas salen de sus ojos y recorren sus mejillas como agua en un arroyo. ¡Deja de llorar!, ¿Ya estás llorando?, ¿No te duelen los ojos?, ¿Es en serio?, eran las frases que ella más escuchaba de las personas a su alrededor. Laura no sabía el motivo, pero desde que tiene memoria, ella es así, de llanto fácil.

Momentos difíciles, noticias tristes, días de nubes grises, injusticias, dolores físicos, ausencias, viajes, alegrías, atardeceres, amaneceres, canciones, películas, libros... casi todo en su vida le provocaba el llanto. Era como si sus conductos lagrimales estuviesen conectados a largas mangueras salidas de una represa.

¡Así soy!, ¡No tengo la culpa, salen solas!, ¡Es que soy muy sensible!, decía ella cada vez que alguien le reprochaba su conducta.

Asistió a oftalmólogos, terapeutas, psicólogos... todos recomendados por su familia y amigos, pero ninguno pudo ayudarla. Al contrario, lloraba más. Si es que eso podía ser posible.

Ninguna relación le duraba más de dos meses. Todos se alejaban porque no podían soportar tanto sentimentalismo, tanta lágrima, tanto drama en sus vidas. Lo que no entendían, ninguna de las personas a su alrededor era que a Laura le gustaba hacerlo.

¿Cómo les explico que llorar me hace sentir saludable y fuerte? - se preguntaba ella de vez en cuando. Nadie podría entenderla.

¿En qué cabeza cabe que llorar es signo de fortaleza? Llorar en público está muy mal visto, la empatía escasea.

Un día tranquilo del mes de septiembre, Laura despertó y al abrir sus ojos sintió mucho ardor, mucho dolor. Cerró sus ojos. No sabía qué hacer. Se asustó. Su corazón latía muy fuerte y por su mente pasaron mil cosas: ¿Me estoy quedando ciega? ¿Será porque lloré mucho anoche con la película? ¿Y ahora cómo hago para ir a trabajar?

Como pudo se sentó en la orilla de la cama, respiró hondo e intentó abrir sus ojos. Uno dolía más que el otro. El derecho.

Le dolía ver, le dolía la luz que entraba por él. Los cerró de nuevo. Se levantó y caminó despacio agarrándose de la pared y de todo a su alrededor hasta llegar al baño. Allí, frente al espejo los intentó abrir de nuevo. Se asustó al ver que lo blanco de su ojo derecho era de color rojo. Ardía, dolía. -¡Ayyy! exclamó.

Llamó a una de sus vecinas para que la llevara a un médico. -¡Eso no es normal! ¿Será un efecto de tu llanto? A lo mejor y es la cura... le iba diciendo su vecina. Pero Laura iba en silencio, preocupada... tenía muchas ganas de llorar, estaba confundida, neesitaba respuestas, no imaginaba su vida sin sus ojos, ¡sin sus lágrimas! Sus ojos comenzaron a llenarse, quería llorar pero ¡no podía! debía retenerlas porque al sentirlas en el ojo, el dolor era tan fuerte que sentía que su cabeza explotaría. ¡No puede ser! ¡Me duele! ¡No puedo abrir mi ojo, no puedo ni llorar!, dijo Laura al mismo tiempo en voz alta. Su vecina solo le dijo: - ¿Pero eso es bueno no? Me avisas cuando salgas, aquí estaré estacionada.

Laura como pudo caminó hasta el ascensor y subió hasta el consultorio del oftalmólogo. Una vez dentro, le dijeron que padecía de una inflmación en la úvea, mejor conocida como uveitis. La causa era desconocida, pero debía tomar reposo visual, debía evitar el sol, las luces, y sobre todo pero no menos importante, debía mantener su ojo seco, no debía llorar.

Laura sintió que era el fin. Quería llorar del dolor, pero no podía porque si lo hacía le dolía aún más. Era una situación contradictoria.

Pero para su sorpresa, el mundo, su mundo, no se acabó por dejar de llorar un par de días; que fue el tiempo que le llevó recuperarse.

Su ojo derecho ya no era el mismo de siempre, pero aún así, después del tratamiento y al poder elevar su mirada al cielo sin molestia por la luz, Laura volvió a llorar. Esta vez no fue a borbotones, fue sutil, ligera, una lágrima rodó por su mejilla en aquella tarde de cielo despejado y sol brillante. Se había curado, seguía sintiendo, podía expresarlo y eso era lo que a ella más le importaba. 


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